miércoles, 22 de abril de 2009

Barco embotellado



Odiaba la casa de la abuela. Siempre me habían dado miedo las grandes habitaciones de esa casa,que tenían techos tan altos que me hacían sentir todavía más pequeño. Los muebles crujían cada vez que respiraba y encontrar una silla que no estuviese desfondada era toda una odisea. La gata, ya vieja y esmirriada, iba dejando pelos y un desagradable olor a orín de gato por toda la casa. Mi abuela estaba siempre enferma y cuando íbamos a verla mi madre arreglaba toda la casa. Yo no me despegaba de ella. En una de esas visitas, mientras la acompañaba a la cocina a por agua para las medicinas, reparé en algo que llamó mi atención. En una de las habitaciones que habían pertenecido a mis tíos, sobre un estante y rodeado de viejos tebeos y libros de aventuras se encontraba lo que a mis ojos era una maravilla equiparable a las siete del mundo: un barco embotellado. Al ver mi madre el interés que mostraba por él , y tras preguntar a mi abuela, decidió que podía quedármelo. Me senté en el rincón más iluminado de la habitación y fijé la vista en el barquito. Los rayos del sol reflejados en el cristal producían destellos de colores y empecé a imaginar que era un barco de verdad que navegaba con bravura entre las olas que rompían contra el casco. Imaginé como todos los tripulantes sucumbían ante la desesperación causada por el largo viaje. Pero también sentí la libertad, el viento azotando mi cara, la inmensidad del océano y la eterna humedad con olor a sal.
Durante mucho tiempo observé el barco tratando de averiguar cómo lo habían metido en la botella hasta que un verano un amigo de mi padre me desveló el misterio: metían los barcos plegados y una vez dentro, cuidadosamente y con pinzas, los desplegaban. Pero el saberlo no hizo que perdiese interés para mí: cada vez que me sentía deprimido, frustrado o pensativo me ponía a observar el barco.
Ha sido durante mucho tiempo mi vía de escape, el mayor símbolo de libertad para mí: libertad embotellada

miércoles, 1 de abril de 2009

Ganas

A nadie le caía bien, pero tampoco nadie tenía el valor de decirle que no, no eran ni el mal tiempo ni el cansancio, sino su cara de grillo lo que nos amargaba el día a todos. Su voz estridente y sus malas maneras hacían que nos pusiésemos de los nervios. Siempre queriendo organizar todo, gritándonos como si todo fuese culpa nuestra y dejando bien claro que nos consideraba poco más que escoria.
Estoy convencido que más de una vez se nos pasó por la cabeza a todos darle un puñetazo. Quizás por respeto o quizás porque llevaba gafas nunca nadie lo hizo. Quizás fuese porque nos jugábamos el trabajo si le dábamos un puñetazo a la jefa.