lunes, 27 de julio de 2009

Interior

Se vió a sí mismo hueco, como si al mirar hacia dentro sólo hubiese oscuridad y el eco de un goteo lejano, quizás el goteo de unas lágrimas.
Siguió vagando por su interior, a ciegas pero con la seguridad de que no iba a chocarse con nada, pues estaba seguro de que ahí nada había.
Probó a gritar, pero no oyó nada más que aquel incesante goteo.
Trató de localizar de donde provenía pero los ecos le impedían saberlo con seguridad.
Tras lo que le parecieron horas caminando sin rumbo, levemente sorprendido de no estar agotado, se chocó contra algo. Palpó con cuidado y descubrió una puerta que le llegaba a la altura del pecho. La abrió con cuidado y pasó a gatas. Tardó unos minutos en que sus ojos se acostumbrasen a la luz cegadora de aquella habitación. Se encontró en un ambiente blanco, casi de hospital, y en el centro una gigantesca jaula de pájaros, vieja y oxidada. Algo brillaba en su interior. Se acercó con cautela y se vió a sí mismo reflejado en un espejo a traves de las rejas.
Y dudó si era su reflejo el preso o lo era él.

domingo, 26 de julio de 2009

Jardín

Desde que podía recordar le encantaban las plantas. Ya de pequeño había cultivado una pequeña parcela en la huerta de su abuelo, pero al independizarse se había alquilado un piso que había llenado de macetas tratando de buscar la paz que le inundaba al cuidar de las plantas, al alimentarlas y hablarles como si fuesen sus hijos. Tuvo diversos trabajos hasta que, gracias a la intervención de su tía, comenzó a trabajar de jardnero en el barrio donde ella vivía. De lunes a viernes se turnaba por las casas del barrio, visitándolas cada dos semanas, pero los sábados eran para su tía y su gigantesco jardín.
Adoraba ese jardín tan grande, que con diferencia el de flora más variada y el que trabajaba con mayor mimo.
Pero no alcanzaba en el la paz absoluta como debiera haber ocurrido pues había algo que le incomodaba. Ese algo era un rostro: un rostro anciano y bonachón, con barba blanca, ojos risueños y una gran sonrisa sólo comparable a la del gato de “Alicia en el país de las maravillas”.
Una sonrisa que le perseguía en sueños y que cada sábado le observaba trabajar. Uno de esos sábados, al verse completamente sólo en el jardín y no pudiendo soportarlo más, se decidió por fin a hablarle, rogándole que le dejase trabajar en paz. Sus súplicas se tornaron amenazas al recibir como única respuesta la misma sonrisa bobalicona de siempre. Finalemente, en un ataque de ira, arremetió contra el rostro afable con las tijeras de podar. Segundos después, al ver el cuerpo decapitado, fue consciente de su acto y salió corriendo hacia su casa.
A la mañana siguiente fue a ver le su tía asegurándole que el incidente del día anterior no había tenido importancia, que el enano de jardín apenas tenía valor económico y mucho menos sentimental. Comprendía que hubiese salido corriendo avergonzado y con miedo al enfado de su tía, pero le aseguró que no se había enfadado y que le encantaría seguir contando con él para el cuidado de su jardín. El muchacho aceptó encantado y agradecido, imaginando sábados dedicados por entero al cuidado de su Edén personal en absoluta armonía con las plantas.
El siguiente sábado, nada más traspasar la verja del jardín de su tía, palideció de golpe: ahí donde antes estuviera el enanito que él había destrozado, se encontraba ahora otro, imberbe y sujetando una carretilla, pero con idénticas sonrisa y mirada a las de su antecesor.

lunes, 6 de julio de 2009

Trabajo

El calor hacía que el helado le chorrease por la mano, pero eso no le impidió estrechármela y dejarme una asquerosa sensación pegajosa.
Era la primera vez que me ocurría. Normalmente cumplía mi trabajo con eficacia y rapidez, tratando de no dejar pistas y abandonado el cuerpo justo donde caía.
Pero este hombre de manos pringosas me hablaba ahora con la boca llena de helado preguntándome cómo había decidido hacerme asesino. Hablaba con tranquilidad, comos si el asunto no fuese con él, pero en sus ojos brillaba el placer del morbo. Respondí, encogiendo los hombros, que era lo único que se me daba bien.
Me dijo que envidiaba mi fortaleza y seguridad, que él jamás podría trabajar en algo parecido, que le faltaba templanza. Dijo que sin embargo adoraba las armas de fuego y me mostró parte de su colección. Me ofreció algo de comer y yo lo rehusé. Comenzaba a ponerme nervioso esa actitud tan despreocupada, acostumbrado como estaba a las caras serias, los lloros y las súplicas. Se sentó en el sofá mientras yo daba vueltas por el salón, con la pistola en la mano, observando aquellos cuadros abstractos que lo mismo podían representar un elefante en la sabana que el centro de Nueva York. En ese instante se abrió la puerta y se asomó ella. Me miró unos segundos con cara de asombro y seguidamente miró a su marido con un enojo casi infantil. Apreté el gatillo y al soltarlo noté con desagrado que estaba pegajoso por el helado.
El hombre me felicitó por mi trabajo y tras rechazarle de nuevo una copa me acompañó hasta la puerta asegurándome que él se encargaría del cuerpo y que al día siguiente recibiría la mitad restante de mi pago.
No logré evitar que me estrechase la mano de nuevo.