domingo, 26 de julio de 2009

Jardín

Desde que podía recordar le encantaban las plantas. Ya de pequeño había cultivado una pequeña parcela en la huerta de su abuelo, pero al independizarse se había alquilado un piso que había llenado de macetas tratando de buscar la paz que le inundaba al cuidar de las plantas, al alimentarlas y hablarles como si fuesen sus hijos. Tuvo diversos trabajos hasta que, gracias a la intervención de su tía, comenzó a trabajar de jardnero en el barrio donde ella vivía. De lunes a viernes se turnaba por las casas del barrio, visitándolas cada dos semanas, pero los sábados eran para su tía y su gigantesco jardín.
Adoraba ese jardín tan grande, que con diferencia el de flora más variada y el que trabajaba con mayor mimo.
Pero no alcanzaba en el la paz absoluta como debiera haber ocurrido pues había algo que le incomodaba. Ese algo era un rostro: un rostro anciano y bonachón, con barba blanca, ojos risueños y una gran sonrisa sólo comparable a la del gato de “Alicia en el país de las maravillas”.
Una sonrisa que le perseguía en sueños y que cada sábado le observaba trabajar. Uno de esos sábados, al verse completamente sólo en el jardín y no pudiendo soportarlo más, se decidió por fin a hablarle, rogándole que le dejase trabajar en paz. Sus súplicas se tornaron amenazas al recibir como única respuesta la misma sonrisa bobalicona de siempre. Finalemente, en un ataque de ira, arremetió contra el rostro afable con las tijeras de podar. Segundos después, al ver el cuerpo decapitado, fue consciente de su acto y salió corriendo hacia su casa.
A la mañana siguiente fue a ver le su tía asegurándole que el incidente del día anterior no había tenido importancia, que el enano de jardín apenas tenía valor económico y mucho menos sentimental. Comprendía que hubiese salido corriendo avergonzado y con miedo al enfado de su tía, pero le aseguró que no se había enfadado y que le encantaría seguir contando con él para el cuidado de su jardín. El muchacho aceptó encantado y agradecido, imaginando sábados dedicados por entero al cuidado de su Edén personal en absoluta armonía con las plantas.
El siguiente sábado, nada más traspasar la verja del jardín de su tía, palideció de golpe: ahí donde antes estuviera el enanito que él había destrozado, se encontraba ahora otro, imberbe y sujetando una carretilla, pero con idénticas sonrisa y mirada a las de su antecesor.

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