domingo, 7 de noviembre de 2010

Tierra roja


Continuó caminando, cada vez más deprisa, sin parar. Y no veía nada más allá de la tierra roja donde debía dar el siguiente paso.
El polvo le cubría por completo, mimetizándolo con el enterono, y aunque él no lo notaba, los ojos le lloraban desde hacía largo rato.
Ensimismado, siguiendo el rumbo marcado hacia algún lugar desconocido, continuó por aquel camino que tantos antes habían recorrido, y el que casi ninguno se había atrevido a dejar, por miedo a perderse y no llegar a esa desconocida meta.
Apenas dormía lo justo para descansar y emprender la marcha de nuevo al alba y comía aquello que tenía a mano, sin poner ni un pie fuera del camino.
Sin noción del paso del tiempo, se deslizaba arrastrando los pies, rodeado de un monótono paisaje en el que de vez en cuando se distinguían a lo lejos algún bosque o una montaña nevada. Pero él no se percataba de esto, no veía nada más que aquella tierra roja.
Y finalmente llegó a su destino. De alguna manera notó que era aquella su meta y levantó por primera vez la vista del suelo, fijándola en la inmensa llanura roja que se extendía ante él.
Pasó unos minutos extasiado, mirando aquella roja inmensidad hasta que se percató de que algo se movía. Y no era algo en la planicie lo que se movía, sino toda ella, pues estaba viva. Y se dio cuenta de que no era tierra lo que él había tomado por una llanura roja sino personas, las miles de personas que antes que él habían recorrido aquel sendero quedando también cubiertas por el polvo rojo y que ahora permanecían ahí, de pie, unas junto a otras sin inmutarse, aguardando algo.
Se internó en aquel mar de gente en el que no se distinguían hombres de mujeres, blancos de negros y se quedó ahí, al igual que todos ellos, a la espera de algo que ignoraban, pero felices al sentirse aceptados y parte de aquello.

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