Ya no lloraba de dolor, ni de rabia, ni de impotencia. Cuando ya creía que no había nada más insoportable que el dolor físico de aquellas puñaladas, vio su cara. Y no quiso verla. No quiso creer que aquellas faccioner eran las que había visto crecer. Esperó en vano que aquella no fuese su última visión: el hombre que a pesar de no ser su hijo de sangre y haber vivido como si lo fuese, le devolvía toda una vida con una puñalada en el costado.
Fue entonces cuando descubrió que le dolía más el alma que el cuerpo, y entre temblores y lágrimas sólo logró susurrar: ¿Tú también hijo mío?
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