lunes, 6 de julio de 2009

Trabajo

El calor hacía que el helado le chorrease por la mano, pero eso no le impidió estrechármela y dejarme una asquerosa sensación pegajosa.
Era la primera vez que me ocurría. Normalmente cumplía mi trabajo con eficacia y rapidez, tratando de no dejar pistas y abandonado el cuerpo justo donde caía.
Pero este hombre de manos pringosas me hablaba ahora con la boca llena de helado preguntándome cómo había decidido hacerme asesino. Hablaba con tranquilidad, comos si el asunto no fuese con él, pero en sus ojos brillaba el placer del morbo. Respondí, encogiendo los hombros, que era lo único que se me daba bien.
Me dijo que envidiaba mi fortaleza y seguridad, que él jamás podría trabajar en algo parecido, que le faltaba templanza. Dijo que sin embargo adoraba las armas de fuego y me mostró parte de su colección. Me ofreció algo de comer y yo lo rehusé. Comenzaba a ponerme nervioso esa actitud tan despreocupada, acostumbrado como estaba a las caras serias, los lloros y las súplicas. Se sentó en el sofá mientras yo daba vueltas por el salón, con la pistola en la mano, observando aquellos cuadros abstractos que lo mismo podían representar un elefante en la sabana que el centro de Nueva York. En ese instante se abrió la puerta y se asomó ella. Me miró unos segundos con cara de asombro y seguidamente miró a su marido con un enojo casi infantil. Apreté el gatillo y al soltarlo noté con desagrado que estaba pegajoso por el helado.
El hombre me felicitó por mi trabajo y tras rechazarle de nuevo una copa me acompañó hasta la puerta asegurándome que él se encargaría del cuerpo y que al día siguiente recibiría la mitad restante de mi pago.
No logré evitar que me estrechase la mano de nuevo.

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