domingo, 13 de septiembre de 2009

Sonidos

Subía las angostas escaleras y se sentaba en el rellano del piso más alto cuya única puerta daba a un trastero. Tras acomodarse, sacaba de la mochila un cuaderno que apoyaba en sus rodillas y, con un lápiz en una mano y una goma en la otra, pasaba horas dibujando.
Le encantaba retratar cosas abstractas como el olor que subía desde el restaurante de la acera de enfrente o el fuerte perfume con que quedaba impregnado el edificio cada vez que cierta vecina salía a la calle. Pero sobre todo le gustaban los sonidos: el ahogado “clap, clap” de las vecinas que subían y bajaban las escaleras en zapatillas de andar por casa, las discusiones del matrimonio del tercero, los ladridos de un perro desde la calle o el cacareo telefónico de la hija de los del segundo.
Cada sonido era un mundo, y su conjunto una jungla salvaje e inescrutable que podía tener mil y una interpretaciones. Había decidido mostrar la suya dibujando aquello que no podía ser dibujado.

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